domingo, 28 de septiembre de 2008

En la palma de la mano




"Muchos escritores, en su juventud, escriben poesía. Yo, en lugar de poesía, escribí los relatos que caben en la palma de una mano. Entre ellos hay piezas irracionalmente construidas, pero hay varias buenas que fluyeron naturalmente de mi pluma, con espontaneidad... el espíritu poético de mi juventud vive en ellas."




Yasunari Kawabata.



Ciento cuarenta y seis relatos. Sumida en mi fascinación, cuando pienso que, además, convirtió en un breve relato a su novela País de nieve, no queda más remedio en mí que pasar de la fascinación al deleite absoluto.

La particularidad de estos relatos es que fueron escritos con la intención de “caber en la palma de una mano”, y así nacen los Tangokoro no Shosetsu (“relatos que caben en la palma de una mano”). Miro mi palma adentrándome en sus líneas y surcos, y pienso: ¿qué concepto de cuerpo se juega, se jugará, en un relato que pudiera caber allí?, ¿hay cuerpo?, ¿hay concepto?, ¿hay?. Maravillosa laceración que rasga, ensucia, y raya el cuerpo con tinta. Maravillosa laceración que irrumpe, que produce un corte en el tiempo y el espacio de esta comunión: la del cuerpo y la tinta convertidos en miembros que se buscan.


(Mi memoria fluye al film Escrito en el cuerpo, terrible obsesión por conservar un relato en el cuerpo del amante, conservar la piel inerte como un cuadro, inmóvil, eterna)


Pero mi mente fluye también a un concepto espacio-temporal de despliegue y repliegue, un haiku extenso, o una novela breve, o un relato que cabe en mi mano, ¿importa ya otorgarle un nombre?

A modo de despliegue, o de repliegue de sensaciones, a modo de pedazos de mi fragilidad, esa que estalla en mil fragmentos cual vasija de porcelana, transcribo a continuación uno de estos relatos. A quien sepa mirar, y descubrir entre mis manos…



Yowaki Utsuwa

(La frágil vasija)



En una esquina de la ciudad había un local de objetos de arte. Y entre la calle y el frente del local una estatua de cerámica de la deidad budista Kannon[1], con la altura de una niña de doce años. Cuando el tren pasaba, el gélido cutis de Kannon se estremecía, al igual que el vidrio de la puerta del negocio. Cada vez que yo pasaba por allí, temía que la estatua se cayera. Este es el sueño que tuve:

El cuerpo de Kannon caía directamente sobre mí.

De pronto Kannon estiraba sus largos y blancos brazos, que hasta entonces pendían a lo largo de su cuerpo, y me envolvía el cuello con ellos. Yo saltaba hacia atrás con desagrado por lo sobrenatural de sus brazos inanimados cobrando vida y por el frío toque de su piel de cerámica.

Sin un ruido, Kannon se rompía en miles de fragmentos al costado de la calle.

Una muchacha recogía algunos de los pedazos. Se detenía un instante, pero rápidamente volvía a juntar los pedazos diseminados, los fragmentos de cerámica relucientes. Su irrupción me tomaba por sorpresa. Y cuando estaba por abrir la boca para ofrecer alguna disculpa, me desperté. Parecía que todo hubiera sucedido en el preciso instante posterior a la caída de Kannon.

Intenté una interpretación del sueño.

“Honra a la mujer tanto como a la más frágil vasija”. Desde entonces recuerdo este versículo de la Biblia[2] con frecuencia. Siempre establecí una asociación entre una “frágil vasija” y una vasija de porcelana. Y más tarde, entre ambas y la muchacha del sueño.

Nada tan frágil como una joven. En cierto sentido, el hecho de amar representa la caída de una muchacha.

Es lo que yo pienso.

Y así, en mi sueño, ¿no estaría la joven recogiendo apresuradamente los fragmentos de su propia caída?”



Yasunari Kawabata

“Historias en la palma de la mano”.



[1] Bodhisattva de la compasión, representado con forma de mujer.

[2] Primera Epístola de San Pedro, parte III, Sobre el matrimonio: “Ustedes, maridos, lleven la vida en común con comprensión, como al lado de una vasija muy frágil, la mujer(…)”.

lunes, 22 de septiembre de 2008

13 x 18

Le pone un marco a mi cara, ése que antes no podía, hace una cunita perfecta con sus manos, y me sostiene


Le pone un marco a mi emoción, a esas lágrimas que antes no estaban, y que ahora no paran de escapar.


Y es la medida perfecta.


Me mide a la distancia fingiendo un cuadrado con sus dedos, y me pinta, de memoria, como él dice.


Después me enmarca y yo me escapo del cuadro, y lo espío. Me río, y él.


Cómplices los dos? No lo sé. Pero está ahí, a pesar de sus errores.


Y pensar que era la muerte su ausencia, y sin querer, nos buscamos en lugares tan lejanos, en cuerpos tan banales.


Y es la medida perfecta.


Y es perfecta porque no se mide, porque el marco se abre, se desliza, se estira y se amolda a nuestros cuerpos.


Y es perfecta porque nos cae encima, sin querer, y no nos incomoda.



Y es perfecta porque no es cárcel. Porque cárcel ya fuimos los dos.