sábado, 29 de diciembre de 2012

La voz





Sankai Juku.

Una voz atrapada. Una voz. Voz que se dilata, voz que se diluye en cada sílaba balbuceada, voz que se desgarra en un impune intento por ser recordada.
Cierra los ojos y se apaga el mundo. Se lleva con ella los sonidos, los olores, las pieles que tocó, y también las que rasgó. Cierra los ojos y desaparece hasta la oscuridad.
Circula por los pasadizos infernales de su memoria, hasta crear un laberinto sin hilos que la guíen, ni a ella, ni a nadie que pueda rescatarla. Puede ver los muros que se ciernen, ladrillos impenetrables, lo pétreo se funde con su ser, y el hedor de la carne lacerada revuelve su estómago.
¿Quiere ser recordada?, ¿quiere ser habitada por fantasmas?-se pregunta.
Cierra los ojos y cae envuelta en su propio velo. Es una viajera, viajera incansable, sin lugar al que arribar, ni equipaje que cargar, excepto su propio cuerpo que ya no pesa. Es leve, ligero, y vuela.
Cierra los ojos y salta sus muros, penetra en el laberinto sin armas, buscando un pacto amoroso con su fantasma, que la espera, entre sus velos, desvelado.
Los brazos se abren tan inmensamente que la espalda no lo resiste, y se quiebra. El cuerpo se desarticula para recibirla, para cobijarla, y poder llenar lo vacío con más vacío. Y poder llenar para poder vaciar, y luego llenar, y luego vaciar, y luego callar, y luego…y luego la falta. La memoria y su falta.
Creer que todo puede ser albergado dentro del cuerpo desmembrado. Creerlo rompecabezas. Creer que algo de la ausencia se puede volver a encajar. Creer, casi cristianamente, que un cuerpo puede perdonar su quiebre.
¿La memoria tiene cuerpo?, ¿la memoria ES un cuerpo?-se pregunta.
Creer que puede ser hablada. Creer que el discurso de los otros puede hablar a través de este cuerpo que flota. Creer que la palabra de los que se autodeclaran autorizados, puede atravesar lo sin voz de este cuerpo laxo.
Creer que se puede ausentar de sus recuerdos, un instante, sólo un instante, para encontrar la voz y ser hablada.
Una voz atrapada. Una voz. Voz que se potencia, que poco a poco se define en un grito de presencias.
Abre los ojos y el mundo le adviene plácido. Las manos vuelven a articularse, y ahora sí puede, una vez más, acariciar. Abre los ojos y su boca, grande, muy grande, y sale la voz, su propia e inconfundible voz.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Estar lejana










Cosas que aunque lejanas son próximas
El paraíso.
La trayectoria de un bote
Las relaciones entre un hombre y una mujer.
Sei Shônagon; El libro de la almohada.


La proximidad o la distancia de los cuerpos entre sí depende de la relación que el propio cuerpo establezca con su intimidad. Para ella estar lejos era en realidad estar próxima, más inserta que nunca en el cuerpo del otro, encarnada en una piel que de repente era la propia por adopción, sin por ello perderse en su forma. Nos damos la mano y creemos poner una distancia, pero en realidad nos estamos tocando, rozamos al otro y nos preguntamos cómo será estar ahí, en esa piel. Ella establecía la misma relación con los objetos. Primero se constituían en meros útiles, seres a la mano sometidos con un propósito. Hasta que poco a poco empezó a descubrir que entre ella y los objetos no había resistencia, sino prolongación. Su propio cuerpo empezó a reconocerlos como miembros visitantes primero, y como partes de ese todo que era su cuerpo después.   
Ella y sus objetos se fundían en determinados tiempos, en espacios precisos. Eran convocados a lo sagrado del acontecimiento, provocando una escisión imperceptible y duradera. Su mano de repente era un cucharón que arrojaba agua una y otra vez sobre una olla con el único propósito de reproducir el sonido de una cascada. Y mágicamente, la cascada aparecía allí, en su cocina. Salpicaba los platos, la heladera, inundaba la casa, recorría los pasillos de su historia, y volvía a la olla, como si nada, como si todo.
Degustaba dulces bombones antes del té, para resaltar aún más lo venidero, para jugar al anfitrión que ha pensado en todo, porque todo es para el otro. No importa más que el otro, al cual se le regala ese pedazo de nuestro ser al invitarlo a compartir nuestro espacio, nuestro tiempo, y nuestros objetos. Invitamos al otro a compartir su cuerpo con el nuestro. Invitamos al otro. Ella invita a ese otro para reconocerse, y devolverse prístina, una vez más, a su cuenco, vacío, pleno, ausente, lejano. Ella busca estar cercana, busca estar en los ojos de aquel que pueda albergarla, sin resistirla.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Estar vacía











La verdadera belleza solamente llega a descubrirla aquel que mentalmente completa lo incompleto.

Kakuzo Okakura; El libro del té.



La falta. Un hueco, un agujero, un espacio que hay que llenar a como dé lugar. Mirar el cuenco y ver allí girar “nada” y no la nada. Posar los dedos en el borde, notar lo irregular y tender a la completud. Abrir los ojos y querer llenarlo todo, no poder soportar el vacío retinal. Ella se abraza. Ensaya eternamente la puesta en escena de una posibilidad: la de estar plena. Embarazarse de sinsentido, estar grávida y tambaleante, sin firmeza, endeble, estirar los dedos, juntar las manos, y arrojarse al abismo. Ser capaz de dejarse atravesar por el acontecer natural de todo lo que la rodea, sin oponer resistencia. Como al tragar, y sentir el cálido líquido verde pasar a través de la garganta, a través de los poros, a través de todos los sentidos, y dar al cuerpo el permiso de ser el refugio temporal, el albergue instantáneo de una corriente sin rumbo. Despegar los ojos pegoteados y apreciar la sencillez de aquellos pocos objetos que la definen. Objetos únicos, irrepetibles, en concordancia con su temple, pero también con su espacio sagrado.

Volver a los bordes, después de tanto tiempo. Palpar con la piel lo irregular de la carne, que se hace barro en un instante. Acariciar desesperadamente un vacío, y meterlo entre los labios, apretado, y beber lo incontenible, hasta que quede expuesto el dolor y el placer de saberse incandescente. Volverse fuego, y tierra, y aire, y ser líquida otra vez.

Ya todo se ha limpiado, higienizado, purificado. Ahora sí podemos vaciarnos de tan plenos que estamos. Ahora sí podrá ella dejarse ir en su tazón, porque los bordes, también están hechos de vacío.

martes, 11 de diciembre de 2012

Estar ausente



En términos generales, los occidentales construimos para perdurar; los japoneses para desaparecer.

Lafcadio Hearn; Kokoro.






Pretender que estar es en realidad no haber estado nunca. Pretender que el “ahí” es un no lugar, y que hoy, o mañana, quizás sea nunca jamás. Estar ante la propia imposibilidad de saberse existente, presa, anudada en conceptos, pegada a la tela de araña del lenguaje que intenta definirla. Sentir que las arañas caminan por su cuerpo libremente, haciéndole cosquillas, y que trazan allí una ruta imperceptible, rizomática, y sin centro. Desaparecer del propio paisaje. No querer perdurar, porque estar siempre es estructurar la propia muerte. Ella se construye de a pedacitos. Ensambla sus propias piezas, sin saber qué hará con aquellas que sobran, y ya no encajan en el plan trazado. Dibuja con crayones la calle de su deseo, sin saber qué hará cuando se acaben los colores y el camino no llegue nunca a su fin. ¿Qué hará con sus rincones?, quizás decida abolir las esquinas de su mapa, borronear la línea y albergar lo curvo. Porque los espacios rectos a veces están rotos y desvanecidos, así como se rompen y se desvanecen  los ojos cuando ya no toleran que nos miren.
La ausencia de solidez en nuestra estructura no es una falta. Es en realidad, aquello que nos da pánico. No poder armarnos, anudarnos, clavarnos, asegurarnos firmemente para no volarnos, y quedar inmovilizados eternamente, resistiéndolo todo, nos causa pavor. Ella se ha dado cuenta. Sabe que si no afloja su soga, no tendrá oportunidad de rehacerse, reconstituirse, recrearse. Sabe que lo único sólido será su sepulcro, entonces… ¿para qué asirse? Si cierra sus ojos, tiene miedo de desaparecer. Le han enseñado que perdurar, es ser percibida por los otros, es hacer del propio cuerpo un monumento indestructible.
Ella ha aprendido a jugar, arma y desarma sus propias piezas, y ya no teme no ser recordada.